sábado, 21 de julio de 2012

ALEMANIA EN LA GRAN DESIGUALDAD "Rafael Poch" 19/06/2012


(Contribución a la conferencia sobre Los derechos sociales en tiempos de crisis, organizada por el Gobierno Vasco. Bilbao, mayo 2012.)


Sobre el momento alemán en la crisis mundial

El gran reto al hablar de la eurocrisis consiste en insertar apropiadamente a Alemania en la gran crisis de civilización a la que asistimos y en el entramado de lo que se ha venido a llamar la Gran Divergencia. Ese concepto, que aquí rebautizamos como Gran Desigualdad, fue acuñado por el economista y premio Nóbel Paul Krugman en un libro de 2007 que lleva por título, The conscience of a liberal. El concepto ofrece la ventaja de que permite al historiador insertar en él la evolución del capitalismo del último medio siglo -como hace nuestro ilustre historiador Josep Fontana en su último libro- que ha llevado al mundo a una desigualdad extrema en la que a una quinta parte de la población del planeta le corresponde sólo el 2% del ingreso global, mientras el 20% más rico concentra el 74% de los ingresos.

Resumiendo, la tesis de Krugman que Fontana ha explotado es la de que a partir de los años setenta el Capital perdió el miedo a los factores que perturbaban, y moderaban, su sueño histórico de dominio y beneficio sin concesiones ni fisuras. Es entonces cuando, aprovechando la primera crisis del petróleo de 1973, se comienza a desmontar el pacto social de posguerra en los países del capitalismo central, pacto que incluía una cierta socialización de la prosperidad, lo que a su vez contribuía a ampliar el consumo y a alimentar el crecimiento. A partir de políticos como Carter, Reagan y Thatcher, eso se sustituye por un enfoque dirigido al enriquecimiento exacerbado de una minoría oligárquica: el enriquecimiento de los más ricos a expensas de trabajadores y clases medias.

Los salarios empezaron a contraerse (un 7% en EE.UU desde 1975 hasta 2007), la imposición fiscal a ricos y empresas se redujo, la desigualdad social se disparó, arrancó una ofensiva antisindical y se promocionaron toda una serie de consensos de liberalización comercial. La prevención de la inflación y del déficit fueron colocados en el centro de la agenda económica, lo que apartó definitivamente el keynesianismo de posguerra.

Todo eso pudo realizarse gracias a una agresiva campaña ideológica financiada por nuevas instituciones vinculadas a las grandes empresas que colonizaron el poder político e impusieron, en la academia, en los “think tanks” y en los medios de comunicación, el discurso del desmonte paulatino del Estado social, y del papel del Estado en general, en beneficio de la empresa privada (privatización). El resultado fue un asalto general a la regulación y un enorme incremento de la influencia empresarial en la política.

Liberada de sus límites políticos, y desregulada, la nueva economía dio a su vez lugar a una orgía de especulación y corrupción. El volumen de todas las transacciones financieras ha llegado a ser 75 veces mayor que el de la producción mundial total. Sólo los capitales administrados por los llamados hedge fonds pasaron de ser casi el doble que la producción mundial, en 1999, a ser treinta veces en 2010. Esa libertad invitó al público a un general endeudamiento en lugares como EE.UU o España y desembocó en la explosión de la burbuja de 2007-2008.

Nación retrasada

Alemania llegó por buenas razones bastante tarde al proceso conocido como Gran Divergencia (Desigualdad). Si sus compañeros anglosajones de bloque habían perdido el miedo mucho antes y derribaban las restricciones con decisión, ella iba con mucho más tiento. Estaba en la primera línea de la guerra fría, tenía incluso enfrente a una pequeña república alemana, la RDA, “alternativa” y guardada por las divisiones soviéticas. Desde su fundación competía con aquella “alternativa” cuya base era la plena estatalización de los medios de producción y el sistema social de educación y sanidad. Por todo ello después de la guerra la RFA había elaborado uno de los consensos más sociales del bloque occidental, el llamado “Modell Deutschland” con su Economía Social de Mercado, el llamado “ordoliberalismo”, que incluía un inusitado derecho de cogestión sindical que daba a los sindicatos una notable participación en las decisiones empresariales. Sólo la tardía desaparición de la RDA desató las manos al establishment alemán occidental.

La reunificación alemana fue una anexión de la RDA, la Alemania del Este, por las fuerzas político-empresariales de la RFA, la Alemania del Oeste. En la RDA la popular rebeldía civil inicial del “Wir sind das Volk” (“el pueblo somos nosotros”) del otoño de 1989 se transformó, rápidamente, en un mucho más moldeable “Wir sind ein Volk” (“somos un sólo pueblo”) que subrayaba la unidad nacional por delante de cualquier otra consideración. Ese cambio fue muy rápido y resulta incomprensible sin tener en cuenta la frenética espiral de sucesos, súbitas experiencias y cambiantes expectativas que aquella etapa conoció. El canciller Helmuth Kohl y los veteranos políticos de la derecha empresarial de Bonn actuaron con gran maestría en aquel río revuelto y lograron en pocos meses reconducir el potencial de tercera vía que afirmaba la oposición de la RDA hacia una mera anexión restauradora sin el más mínimo cambio constitucional o de modelo. La pariedad entre el Deutsche Mark y el marco del Este que Kohl estableció fue crucial para apuntalar el cambio de la conciencia social.

En mayo de 1990, Kohl estableció la paridad 1-1 para ahorros de 6000 marcos (una fortuna en la RDA, y dos meses de sueldo de un periodista de la RFA de entonces) y de 1-2 para patrimonios más altos. Los alemanes del Este sintieron como si les hubiera tocado la lotería.

En julio, Kohl les prometió convertir sus regiones en “paisajes floridos” (“blühenden Landschaften”) y lo realizó en un primer momento, por lo menos en la imaginación, con la mencionada paridad que confirmó a corto plazo la promesa de prosperidad material. En aquella euforia cargada de promesas de abundancia, los discursos y voluntades mayoritariamente verdes y socialistoides de escritores, intelectuales y disidentes del Este, se disolvieron como un bloque de hielo al Sol.

La gran reunificación

La reunificación nacional alemana (1990) coincidió con una reunificación superior: la gran reunificación mundial del triple ingreso, de la URSS y el bloque del Este, de China y de India (en total 1470 millones más de trabajadores) en la economía mundial. El ingreso de esa masa laboral duplicó el número global de trabajadores y alteró la correlación de fuerzas mundial entre Capital y Trabajo en beneficio del primero. Ese cambio supuso un reto muy importante para la economía, eminentemente exportadora de Alemania y dio lugar a una estrategia exportadora particular para ponerse a tono con la maximización de beneficios, con la Gran Desigualdad, y con las nuevas condiciones internacionales de competitividad. Bajo la batuta de su establishment político-empresarial, la “sociedad organizada” que es Alemania demostró su capacidad de adaptación.

El gobierno de transición de la RDA había creado una institución fiduciaria, el Treuhandanstalt, en cuyas manos se puso la administración de toda la propiedad del país con la misión de, “mantenerla para el pueblo de la RDA”.Ya en junio de 1990 el primer gobierno electo de la RDA, dominado por los satélites de la CDU de Helmut Kohl, convirtió el Treuhandanstalt en un aparato para la privatización, vía restitución (a antiguos propietarios) o venta, de la propiedad pública. Una posibilidad de tercera vía socializante fue convertida, sin la menor consulta social expresa, en mera restauración del orden anterior a la existencia de la RDA mediante la privatización del patrimonio nacional. El proceso fue menos cleptocrático que en otros países del Este, por no hablar de la URSS, pero en esa restauración los alemanes del Este, antiguos teóricos copropietarios del pastel, fueron excluidos y desposeídos, lo que el posteriormente ministro del interior, Otto Schily calificó de “gigantesca expropiación”.

Para 1994, 8000 empresas del Este ya estaban en manos de “inversores privados” del Oeste, habían sido cerradas o adquiridas a precio de ganga, y 2,5 millones de los 17 millones de habitantes de la RDA se habían quedado sin trabajo, porque el tejido industrial de su antiguo país había desaparecido, en gran parte como consecuencia de la catastrófica asfixia que la paridad monetaria entre el Deutsche Mark y el marco de la RDA, el recurso de Kohl para voltear la conciencia social y ganar las elecciones, había tenido para las empresas del Este.

El objetivo político cortoplacista de Kohl de la reunificación, lograr que los conservadores alemanes se mantuvieran en el poder gracias al voto de los 17 nuevos millones de electores del Este, se logró: Kohl y su CDU se mantuvieron ocho años más en el gobierno. Pero el coste económico fue astronómico.

El desarrollo de Alemania del Este costó “dos billones de euros” y ha sido descrito como, “el mayor programa keynesiano de la historia”. Exigió nuevos impuestos, grandes desembolsos sociales para cubrir a millones de nuevos parados y jubilados, enormes inversiones ambientales y en infraestructuras que se restaron a la innovación productiva y generaron grandes deudas públicas. La política de Kohl en la reunificación fue una victoria política que desencadenó una crisis económica de diez años: diez años de endeudamiento y grandes gastos tras la reunificación es lo que explica el actual apego alemán por la austeridad, mucho más que el tópicamente citado recuerdo de la gran inflación de la República de Weimar sobre la que ya no hay memoria generacional viva. Un importante observador financiero evoca así aquella época:
“La reunificación fue exitosa sólo parcialmente. Con ella no sólo tuvimos unos costes laborales por unidad mayores que nuestros vecinos, sino que nuestra cuenta corriente estuvo en profundos números rojos durante toda una década. No digo que la reunificación se hiciera bien, sino que hace sólo unos años Alemania sufrió un déficit continuado y elevados costes salariales, por lo que fue descrita por nuestros queridos amigos anglosajones como “el enfermo de Europa”. “Drang nach Osten”

Ese contexto de endeudamiento y grandes gastos fue el medio ambiente en el que la mayor economía europea se amplió hacia el Este, en un doble sentido, tanto su Este, la ex RDA, como el Este de Europa, convertido en patio trasero alemán. En ambos casos contó con una vasta reserva de mano de obra barata, lo que tuvo profundas consecuencias, primero para el conjunto de los trabajadores alemanes y luego, como veremos, para los europeos en general y los meridionales en particular. En Alemania del Este la desindustrialización y el desmoronamiento impidieron que los sindicatos arraigaran en lo que era un tejido social laboralmente derrotado, con ciudades industriales vaciadas por la emigración provocada por la quiebra de empresas y sectores industriales enteros. En el conjunto de Alemania, la afiliación sindical a la DGB cayó de 11 millones en1991 a7,7 millones en 2003. La capacidad sindical de negociación y cogestión empresarial aún cayó más.

En esa situación de debilidad sindical la respuesta empresarial fue un recorte salarial sin precedentes que se presentó a los sindicatos, entre grandes presiones y bajo la amenaza de deslocalizar las empresas hacia países como Eslovaquia, Polonia, o Hungría con salarios mucho más bajos. Entre 1998 y 2006 los costes laborales cayeron en Alemania y los salarios reales retrocedieron durante siete años consecutivos

En la estrategia alemana de rearme económico, la bajada salarial combinada con la adopción del euro, que eliminaba trabas de cambio, y con una estricta política monetaria del Bundesbank, desembocó en una explosión exportadora y de competitividad de los productos alemanes que ganaron mayor cuota de mercado a costa de sus competidores europeos.

Un éxito desestabilizador para el euro

Desde la introducción del euro, virtual en 1999, efectiva desde 2002, la industria alemana más que dobló sus exportaciones (que a comienzos de los noventa representaban el 20% de su PNB y en 2010 el 46%). Mientras tanto los salarios subían en el resto del continente, un 15% en Francia y entre el 25% y el 35% en España, Portugal, Grecia e Italia.

En una unión monetaria, el auge del superávit exportador alemán significaba déficit para otros. Entre 2004 y 2011, la producción de automóviles francesa e italiana cayó un 30% mientras la alemana aumentaba un 22%. En 2007 Alemania obtuvo un superávit comercial de casi 200.000 millones de euros. Mientras, 19 de los 27 países de la UE registraron déficit en su comercio exterior. Los bajos salarios alemanes contribuyeron también a ese déficit de los otros porque debilitaron el consumo de Alemania, es decir las importaciones de la nación más poblada de la eurozona. Sin embargo no había sensación de crisis en el sur de Europa: los países meridionales de la eurozona comenzaron a recibir enormes flujos de capital alemán, resultado de los beneficios exportadores, que anestesiaron la pérdida de competitividad con dinero prestado a tasas de interés muy bajo establecidas a la medida de Alemania.

La política económica alemana, resultado directo del shock de la doble reunificación de 1990, no sólo disparó los desequilibrios internos entre países de la eurozona, sino que, en el contexto general de una desatada y frenética búsqueda del beneficio, alimentó su falsa economía y crecimiento. El aparente “España va bien”, con su orgía de ladrillo, dinero fácil y destrucción facinerosa del entorno, así como el festival inmobiliario irlandés o las fantasías contables griegas en el contexto de los juegos olímpicos de Atenas, son así inseparables, y guardan una relación directa con el resurgir económico-exportador alemán, que se presenta inocentemente como su antítesis.

El nacimiento de una leyenda

Desentenderse de eso y hacer ver que la situación es resultado del maniqueísmo entre países virtuosos y manirrotos, denota una gran desvergüenza, porque el problema no es nacional. La crisis fue desencadenada por el sector privado, especialmente por los bancos que financiaron la pirámide inmobiliaria que se desmoronó. Los bancos alemanes que gestionaron especulativamente el enorme capital del superávit exportador alemán también fueron protagonistas de la pirámide. Para atajarla, los países europeos dieron a los bancos 4,6 billones de euros desde 2008, la cifra facilitada a principios de 2012 por el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. Además, hubo otro enorme desembolso de dinero público en los programas de estímulo keynesianos del 2008. Todo ello incrementó, evidentemente, la actual deuda pública.

Entre 2008 y 2009, Alemania rescató a sus bancos con 480.000 millones de euros. Uno de ellos el HypoReal Estate tuvo que recibir 100.000 millones, porque estaba hundido hasta el cuello en créditos hipotecarios de Estados Unidos. El Deutsche Bank se deshizo a tiempo de gran parte de su basura financiera americana, por lo que tiene una docena de pleitos judiciales por estafa en aquel país. Los documentos de esos casos demuestran que los ejecutivos del banco conocían perfectamente el carácter estafador de sus ventas y ofertas.

En 2007 los documentos del Deutsche Bank presentaban como dinámico y prometedor el mercado inversor español. En el caso de los Landesbanken, las cajas de ahorro regionales, por lo menos tres de ellas (Bayern LB, HSH Nordbank y WestLB) tuvieron que ser rescatadas con dinero del contribuyente.

Que hoy el debate esté centrado en la crisis de la deuda pública, o sobre la deuda privada concebida exclusivamente como desmadre meridional, omitiendo de la narración al casino que la ocasionó, se debe, fundamentalmente, al fuerte control que el poder financiero ejerce sobre gobiernos y medios de comunicación, lo que le permite imponer la leyenda que más le conviene.

El gobierno alemán ha sido particularmente activo en ese frente. Su nacional-populismo acerca de que el problema son unos países del sur gastadores que no ”hicieron sus deberes” y en los que la gente común vivió “por encima de sus posibilidades”, le ha permitido canalizar el descontento de los contribuyentes alemanes por los centenares de millones transferidos a los bancos como consecuencia de la irresponsabilidad de estos invirtiendo en el casino global. Reconocer la realidad significaría revisar los últimos veinte años de política económica y social alemana que se han vendido como exitosos y modélicos para el resto de Europa. En realidad sólo fueron exitosos para los empresarios y para los más ricos.

Veinte años nos contemplan

Desde la reunificación, la economía alemana ha crecido alrededor de un 30%, pero el resultado no ha sido una prosperidad general, sino un enorme incremento de la desigualdad.

Desde 1990 los impuestos a los más ricos bajaron un 10% y la imposición fiscal a la clase media subió un 13%, los salarios reales se redujeron un 0,9% y los ingresos por beneficio y patrimonio aumentaron un 36%. Desde el punto de vista de la (des) nivelación social, Alemania es hoy un país europeo normal: el 1% más rico de su población concentra el 23% de la riqueza (una relación similar a la existente en Estados Unidos) y el 10% más favorecido el 60% de ella, mientras la mitad de la población sólo dispone del 2%.

Hito de la estrategia post reunificación que puso a la rezagada Alemania en línea con la Gran Desigualdad fue la llamada Agenda 2010, el programa de recortes socio-laborales aprobado en 2003 por el gobierno de socialdemócratas y verdes del canciller Gerhard Schröder y que se presenta como modelo continental. Siguiendo la pauta de la Gran Desigualdad en Estados Unidos años atrás, la Agenda 2010 vino precedida de una intensa campaña propagandística a cargo de instituciones empresariales que bombardearon a la opinión pública con diversos mensajes fraudulentos como la “insostenible explosión de costes sociales”, el imperativo de las tendencias demográficas por envejecimiento de la población y otros.

Se afirma, por ejemplo que los costes de la sanidad crecieron un 71% desde 1991. La realidad es que Alemania ha seguido gastando más o menos lo mismo, alrededor del 10% de su PIB en sanidad. Igualmente la campaña afirma que la demografía determina una jubilación más tardía, lo que no resiste un somero análisis: en el siglo pasado la parte joven de la población alemana cayó de un 44% a un 20% y el bloque de los jubilados pasó de representar el 5% de la población al 17%, mientras la esperanza de vida aumentaba por encima de treinta años. Todo eso no dañó los sistemas sociales, sino al contrario: fue en ese contexto que el Estado del bienestar alemán se desarrolló en su máxima expresión. Instituciones como la “Fundación Bertelsmann”, la más rica del país, vinculada a Bertelsmann Ag, el mayor consorcio mediático de Europa (100.000 empleados en 60 países) tuvieron un papel central en convencer a los alemanes de la necesidad de reducir el papel y el tamaño del Estado, recortar prestaciones sociales, bajar los salarios y flexibilizar el mercado de trabajo. Como consecuencia de la Agenda 2010 Alemania se despidió de buena parte de lo que había caracterizado a su modelo de posguerra.

Un nuevo “milagro alemán” (pero con trucos)

La Agenda 2010 abrió la puerta a la privatización de las pensiones (su creador, Walter Riester, ministro socialdemócrata de trabajo, fue invitado por la UGT a un seminario español sobre la materia), redujo subsidios, aumentó la edad de jubilación y flexibilizó el trabajo institucionalizando un segundo mercado laboral de empleos precarios y mal pagados al lado del tradicional. Aunque su contribución al crecimiento ha sido estimada en un 0,2% el gran reajuste de socialdemócratas y verdes de 2003 fue presentado como un gran creador de empleo, cuando la simple realidad es que se ha repartido el mismo trabajo entre más personas al convertir empleos a tiempo completo en empleos a tiempo parcial, como demuestra el hecho de que el número de horas totales trabajadas apenas haya cambiado desde 1991 pese a la reducción del paro.

El aumento del empleo registrado en los últimos años, que se vende como un “milagro”, se registra sobre todo en el sector precario. El sector de salarios bajos que en 1995 implicaba al 15% de los trabajadores emplea hoy al 25%, a uno de cada cinco trabajadores, y se ha expandido tres veces más rápido que el sector tradicional. El 42% de ex empleados del sector tradicional que han perdido su empleo encuentran trabajo en el sector de salarios bajos. Sólo un 15% de los parados de larga duración fueron contratados en 2011 en el sector tradicional. La estadística oficial, que ha barrido debajo de la alfombra a por lo menos un millón de parados (no inscritos en la Agencia de Empleo, mayores de 57 años, etc.) informa que el 71% de los nuevos empleos son “atípicos”, es decir precarios, parciales, temporales, “autónomos”, etc. Hay 8 millones de empleados a tiempo parcial, con contrato limitado, minijobs, autónomos, etc.

La legendaria y nacional-populista mentalidad que se ha impuesto en Alemania afirma la fábula de la cigarra y la hormiga. Dice que “las duras reformas que nosotros hicimos, ahora las deben hacer quienes han vivido del cuento”. Este nuevo y negativo aleccionamiento alemán, está en el centro del discurso político nacional y se ha impuesto a otros países. Tiene claros elementos de fraude.

Entre 2002 y 2007, en cinco años, Alemania redujo su déficit estructural desde el 3,5% del PIB en 2002, al 0,6% en 2007, lo que arroja una reducción total del 2,9%, es decir 0,6 puntos porcentuales anuales. Según la OCDE, entre 2009 y 2011 Grecia ha reducido su déficit estructural desde el 12,8% hasta el 1,8%, es decir 6 puntos anuales. “En otras palabras”, explica Sebastian Dullan, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, “en un año Grecia ha reducido su déficit el doble de lo que Alemania hizo en cinco años”. La situación de España y Portugal no es muy diferente. El déficit estructural español se ha reducido del 9,5% en 2009 al 1,9% en 2012. El de Portugal del 9,5 en 2010, al 2,2 en 2012.

Entre 2010 y 2011 ambos países han consolidado más de lo que Alemania hizo en cinco años. Y lo mismo pasa con salarios: entre 2003 y 2007 los salarios reales cayeron un 3,3% en Alemania. En Grecia han caído un 13% entre 2009 y 2011, de nuevo el doble en un año que Alemania en cinco, y en Portugal y España, un 10% y un 7% respectivamente en tres años. “El problema no ha sido la falta de voluntad de griegos, españoles y portugueses para corregir sus problemas de déficit”, dice Dullan.

El descubrimiento del Mediterráneo

Que la situación económica alemana se presente como modelo en el contexto de la eurocrisis ignora, además, algo tan básico como las vivas diferencias entre sistemas capitalistas existentes en el seno de la eurozona. Tras siglos de convivencia en Europa, Alemania parece no haber descubierto aún el Mediterráneo, en el sentido más literal de la expresión.

Los sistemas denominados de “capitalismo mediterráneo” de países como Portugal, España, Italia o Grecia, no pueden compararse con las “economías coordinadas” del norte de Europa, como Alemania, mucho más organizadas, con un sistema de salarios integrado en el sector privado y una educación y formación profesional organizadas hacia aquél. A ello se suma una mayor capacidad de acuerdos sindicales en materia de salarios y jornadas. Esa mayor organización general interna permite formular estrategias impensables en el Sur y es lo que define la ventaja comparativa de Alemania en la manufactura en su contexto europeo.

Alemania tiene una estructura económica particular; industrial, exportadora, con fuertes empresas medianas y pequeñas que son líderes mundiales y también con grandes consorcios multinacionales. Transplantar sus recetas a otros países europeos sin atender a las diferencias estructurales, es tan absurdo como pretender convertir en España a Andalucía en un País Vasco. Ignorar la diferencia interna de capitalismos y pregonar un modelo del Norte para todos con reformas estructurales ortodoxas, es no comprender lo más básico: la propia realidad y diversidad de Europa.

La actual euro-receta alemana contra la crisis, centrada en la política de austeridad y en la disciplina para imponerla, tampoco parece entender la diferencia existente entre países de una unión monetaria y empresas. Como dice Heiner Flassbeck, ex secretario de Estado alemán de finanzas y actual economista de la UNCTAD, “Alemania no ha entendido que la competición entre naciones en una unión monetaria como la eurozona, es ir contra tus clientes”. De momento el superávit comercial alemán aguanta gracias al incierto crecimiento de la demanda en China y otros lugares, pero la ruina de los socios europeos podría volverse a medio plazo contra ella, pues Alemania exporta la mitad de su producto nacional y el 40% de esa mitad se vende en Europa. Mientras tanto, su aplicación está siendo desastrosa para los países del sur de Europa y lo será también para la cohesión europea. El caso del “rescate de Grecia” es paradigmático.

La sociedad de ese país se siente, “como en un laberinto con todas las salidas bloqueadas”.

Con la aplicación de la receta alemana, los salarios se han recortado entre un 20% y un 25%, la producción ha caído un 11%, la recaudación fiscal un 18% desde el año pasado, 60.000 empresas han cerrado desde verano, los funcionarios sufren impagos durante meses, en los hospitales, que acusan el recorte del 40% del presupuesto de sanidad en 2010, falta material, y en las escuelas libros. Más del 70% del dinero ahorrado se destina al pago de la deuda, sin embargo la deuda no disminuye, sino que aumenta: era del 120% del PIB en 2010, y es del 170% del PIB en 2012, después de dos años de ajuste.

El “rescate de Grecia” es el seudónimo del gran capítulo europeo del rescate público del sector financiero en el que la austeridad de los pobres, no responsables de la crisis, paga los platos rotos. El grueso de los 199.000 millones del segundo fondo de “rescate a Grecia” (130.000 millones del propio fondo, más 69.000 millones de restos no utilizados del primero e importe de cambio de bonos), se destina a los bancos: 93.000 millones para la quita de los creditores privados, 35.000 millones en garantías de bonos depositados en el BCE, 23.000 millones para recapitalizar a los bancos griegos, 30.000 millones para incentivar el canje de bonos viejos por nuevos y 5500 millones para pagar viejos intereses de deuda.

La degradación griega, que ahora comienza en España y otros países del Sur, genera a la vez un encarecimiento especulativo del pago de la deuda y un flujo de dinero de dirección inversa al que se produjo en Europa durante los años de la burbuja inmobiliaria. Si entonces el dinero del superávit exportador alimentaba la especulación inmobiliaria con un río de capital de dirección Norte a Sur, ahora es el dinero asustado del sector privado del Sur el que busca refugio en la deuda pública alemana, que se refinancia a intereses de risa gracias a la miseria de sus socios del euro.

Desintegrando la Unión

En los últimos dos años, el discurso alemán sobre esta situación ha consistido en una mezcla de aleccionamiento, la prédica de una Europa virtuosa del Norte a una Europa manirrota del Sur, y de “bravuconería” autoritaria, por utilizar el término empleado por el ex canciller Helmut Schmidt. Políticos y publicistas se han dedicado a sostener una retórica nacionalista muy disolvente, enfocada a la “pereza” e ineficacia del capitalismo mediterráneo y combinada con un lloriqueo constante por la cuantía del desembolso de dinero alemán.

En el primer fondo de “rescate griego”, Alemania aportó 36.000 millones sobre un total de los 130.000 millones aportados por todos los socios del euro. En términos absolutos fue el Estado que más aportó, por la sencilla razón de que Alemania tiene la mayor economía y la mayor población de Europa, pero seis países aportan más que Alemania en una cuenta per cápita y otros diez, incluida España, la superan en la parte del PIB dedicada a ello. El dinero no se regala sino que es un crédito a un interés considerable: en 2010 el rescate griego le reportó a Alemania 198 millones de euros. Pero sólo en Alemania hay una verdadera queja nacional de una opinión pública desinformada sobre esta situación. La clase política alimenta esa queja con su populismo y a la vez es esclava de ella.

Con ese discurso Alemania ha abierto una caja de Pándora muy peligrosa porque divide a Europa y ofende a sus pueblos. Lo hemos visto en Grecia donde se demoniza a Alemania, y se empieza a ver en España. Alemania no es consciente de lo que está sembrando.

En este contexto, es importante enfatizar, contra cualquier nuevo antieuropeísmo reactivo, la bondad y conveniencia de la Unión Europea.

Vista con perspectiva histórica, la Unión Europea es una buena solución a lo que había antes: naciones que guerreaban constantemente entre sí. Por eso hay que conservarla, reformándola y sin pedir peras al olmo, es decir sin pretender hacer un superestado europeo asentado sobre el narcisismo de la imagen idealizada de Europa cultivada por el establishment de Bruselas. En la proyección exterior de la Unión Europea, hay que conformarse con una ambigua y paquidérmica estructura común que no le complique la vida al resto del mundo. Lograr que esa estructura no sea imperialista en el siglo XXI, ya sería un enorme avance histórico.

Desde el inicio de la crisis la aportación alemana al funcionamiento de la Unión Europea está siendo nefasta: si desde su origen el establishment de funcionarios no electos de Bruselas fue muy poco democrático, la intervención del poder alemán lo ha hecho aun más autocrático en lo que en esencia es una defensa de los desmanes del poder financiero y un rechazo de políticas solidarias. El resultado es doblemente disolvente: un creciente resentimiento contra Alemania en el Sur por una política que conduce a la catástrofe, y un desencanto europeísta en sociedades, como la española, que fueron profundamente europeístas.

Ofrecer a Europa el “ama de casa suaba”, estereotipo pequeñoburgués del alemán ahorrador y tacaño hasta la mezquindad, como ideal de actitud económica a los europeos meridionales, denota una falta de mundo y un espíritu provinciano notable, pero otros conceptos manejados por la canciller, como el de una “democracia adecuada a los mercados” (“Marktkonforme Demokratie”) sugieren un inequívoco propósito antidemocrático.

Merkel evocó por primera vez al ama de casa suaba como modelo en el congreso de la CDU de 2008. La “democracia adecuada a los mercados” se estrenó en una entrevista con la emisora Deutschlandfunk, el uno de septiembre de 2011. Merkel dijo entonces, “vivimos en una democracia parlamentaria y, por tanto la confección del presupuesto es un derecho básico del parlamento, pese a ello vamos a encontrar vías para transformarla de tal manera que pueda concordar con el mercado”. Teniendo en cuenta que el “pacto fiscal” y la “regla de oro”, el tope de gasto elevado a precepto constitucional, ya ilegaliza cualquier política de gasto keynesiana que aspire a dar al Estado un papel financiero activo, el concepto suena a receta para el cambio de régimen, lo que en países intervenidos o con gobernantes no electos de Goldman Sachs impuestos por Berlín y Bruselas, suena bastante real.

Cuando todo eso se hunde, Merkel propone “más Europa”, pero siempre bajo la rigidez de la austeridad y de la disciplina requerida para hacerla cumplir. La aportación de los conservadores alemanes a una Europa empresarial en la que ya quedaba poco del espíritu de la tradición política francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), está siendo algo parecido a un intento de afirmar una Europa bismarckiana cuyo lema podría ser “Autoridad, Desigualdad, Austeridad”. Así, los problemas que rodean al despropósito del pacto fiscal alemán se intentan resolver con otro despropósito aún mayor: más Europa en clave alemana. La pregunta es quién quiere vivir en la “democracia acorde con el mercado” (Marktkonforme Demokratie) sugerida por Merkel.

Una ambición errática

Pero, ¿qué quiere Alemania? ¿Cómo se ve Alemania a sí misma en su actual papel? Entre 2010 y 2012 se ha pasado de cierto hartazgo por no poder seguir siendo una especie de “gran Suiza” sin responsabilidades exteriores, incluso con tentaciones euroescépticas y sueños de restablecimiento del Deutsche Mark, socialmente añorado como símbolo de unos tiempos menos injustos y complicados en los que el protagonismo alemán en Europa era principal pero al mismo tiempo discreto y colegiado con Francia, a cierta jactancia, expresada en aquel “Europa habla alemán” pronunciado por el jefe del grupo parlamentario de la CDU, el partido de la canciller Merkel, Volker Kauder, en el congreso de noviembre en Karlsruhe.

De las dos actitudes, la primera carece de futuro, pues el euro es parte central de la estrategia alemana y sin él Alemania perdería gran parte de su actual peso específico. Hay, entonces, que concentrarse en la segunda, ¿busca Alemania una hegemonía europea e incluso superior: volver a afirmarse como Cuarto Reich económico? Deseos y señales en ese sentido no faltan, pero el propósito es tan ilusorio y miope como el malhumorado “nosotros solos” euroescéptico.

Veinte años después de la reunificación ya es hora de iniciar una política exterior propia que supere los “complejos de inferioridad” que dejó la historia, dice el editor de Die Welt, Thomas Schmid, un intelectual conservador que marca línea. Con Helmut Kohl la línea era, “empaquetar los intereses alemanes de forma consecuente en intereses transatlánticos y sobre todo intereses europeos, de tal forma que el interés nacional resultaba al final irreconocible”, dice. Ahora es el momento de que “la nación más fuerte de Europa” rellene ese vacío. “No queremos hacer sombra a nadie, pero exigimos nuestro lugar al sol”. Como, “principal accionista de la Unión Europea”, como “su mayor beneficiaria” y sobre todo como “gran centro de poder económico”, Alemania tiene, “la misión de ir al liderazgo”, señala la directora de “Internationale Politik”, revista del principal think tank alemán en materia de política exterior y seguridad, la DGAP, cuyo último número se titula “Yendo al liderazgo” (In führung gehen). Ulrich Speck, uno de los autores de este centro patrocinado por el ministerio de exteriores y los grandes consorcios, propugna un nuevo papel alemán en el “renacimiento de Occidente” cuyo fundamento sería una Unión Europea que Berlín debe, “utilizar como palanca de estrategias alemanas de política exterior”.

“Europa necesita el sentido de estado alemán (Deutscher Staatskunst) para mantener estable el orden europeo en el revuelto siglo XXI”, escribe en un artículo sobre el papel de Alemania en la Unión Europea publicado por la principal revista intelectual alemana, el jurista Christoph Schönberger. Hegemonía, dice, ya no es un concepto imperialista sino constitucional. El papel alemán en la UE debería ser como el de Atenas en la liga naval ática, como el de Holanda en las provincias unidas, o como el de Prusia en Alemania. Estados Unidos, continúa, está “debilitado por sus guerras” y mira hacia otras partes del mundo. En ese contexto hay que dejarse de complejos; “Alemania es más fuerte que cada uno de sus vecinos, aunque no lo suficiente como para dominarlos a todos”. En esa hegemonía alemana, a Francia le correspondería un papel “como el que caracterizó a la relación de Prusia con Baviera en la Alemania de Bismarck”, en la que el canciller de hierro atraía al campo prusiano a los bávaros, “con determinadas distinciones y acuerdos”. El autor ni siquiera se pregunta si Francia estaría dispuesta a asumir tal papel, ni por las sospechas y tensiones que despertaría un resurgir de la tradicional “desmesurada voluntad de poder” alemana apuntada por Heleno Saña.

Otros autores son menos ambiciosos y se conforman con primeros pasos: “que Merkel se candidate para presidir el Consejo Europeo”. Otros, en fin, ya parecen dar por supuesto el ejercicio de la hegemonía por parte de Alemania y reflexionan sobre sus contornos. En una significativa declaración que ilustra esos sueños el embajador Wolfgang Ischinger, organizador de la Conferencia de Seguridad de Munich y “responsable para las relaciones con el gobierno” del consorcio Allianz, un poder fáctico alemán, respondía así a una pregunta acerca de, “ ¿Qué debe aprender de Estados Unidos la Alemania de hoy?”: “el papel de Hegemon buenazo cuya seña de identidad es la solidaridad y la generosidad, y que en ese papel no debe esperar gratitud, sino críticas de los pequeños”. Ischinger organizó, en la mencionada conferencia, un cónclave militarista con gran representación de la Otan y el complejo militar-industrial transatlántico, un panel de discusión bajo el título “el papel de Alemania en Europa y el papel de Alemania en el Mundo”. Cuando un observador objetó que el titulo correcto debía haber sido, “el papel de Alemania en Europa, y de Europa en el mundo”, el embajador no supo qué contestar.

El “Cuarto Reich” es imposible porque las cuentas no salen. En la posguerra mundial, Estados Unidos representaba la mitad de la riqueza mundial y una incomparable fuerza militar global.

Su economía ascendía a 1,3 billones en 1949, cuando las de Francia y Alemania eran de unos 200 millardos la del Reino Unido de 250 millardos y la de Italia de 152. Es decir, Estados Unidos era económicamente mayor que la suma de todos los demás. Hoy la economía alemana asciende a 3,3 billones, un 25% más que Francia, un tercio más que el Reino Unido y sólo representa entre el 20% y el 25% del PNB de la Unión Europea. Su comercio depende de la UE en un 60%. Todo eso alcanza, como máximo, para ser el “mayor accionista” de la UE, papel para el que Alemania necesita a los demás accionistas. Practicar una política que va en contra de los intereses de sus socios es completamente inviable. Lo que las sugerencias y veleidades hegemónicas de Alemania en Europa evocan es miopía: los titubeos y dudas de un país demasiado potente para ser uno más en Europa, pero demasiado débil para pretender repetir un nuevo intento de dominio continental.

El factor ciudadano

Si el Cuarto Reich es imposible, la necesidad de rectificar la actual línea alemana en Europa es imperiosa. Todo indica que es un camino directo al imperio de la Gran Desigualdad en Europa. En la UE ya hay 115 millones de personas en riesgo de pobreza, 23% de la población, según la estadística oficial de los 27. A ellos hay que sumarles otros 100 o 150 millones al borde de esa situación. Mientras tanto en los últimos 15 años los activos de los tres millones de millonarios europeos han crecido más que la suma total de las deudas de los países europeos. Esos capitales podrían resolver de golpe la deuda, “pero la actual aristocracia financiera tiene tan poca intención de ceder sus privilegios como la aristocracia francesa de antes de la revolución de 1789”.

A favor de un cambio de línea actúan las crecientes protestas sociales y sindicales en el sur de Europa, así como los resultados de las elecciones francesas y griegas con sus programas de revisión y puesta en cuestión del “pacto fiscal” alemán. En contra, el estado de la opinión pública en Alemania y otros países del Norte, recelosa ante soluciones mancomunadas que son vistas como mera socialización de la mala gestión ajena, así como la inflexibilidad y dogmatismo de los tecnócratas. Con honrosas excepciones entre algunos de sus miembros más veteranos, la clase política alemana ha olvidado su propia historia de posguerra, el acuerdo de Londres de 1953 que recortó la deuda alemana un 50% e introdujo una moratoria de cinco años en el pago de intereses para que el país pudiera respirar. Un problema mayor es que la situación socioeconómica alemana (aún) no compromete a sus gobernantes. Merkel confía en ganar las elecciones generales de septiembre de 2013, aunque sea al precio de un gobierno en coalición con los socialdemócratas liderado por ella, como en el periodo 2005-2009, lo que no invita a un cambio de línea. Su oposición, el SPD y los verdes, apenas cuestionan los ejes de su política europea, en parte porque fueron sus mismos líderes (Steinbruck, Steinmeier, Trittin) quienes dieron en 2003 el gran impulso al programa neoliberal en el país con la Agenda 2010 que no tienen la menor intención de revisar.

La pregunta es si hay marcha atrás en Alemania. Reconocer el flagrante error de su línea significa desmontar la leyenda que hoy está en el centro del discurso político nacional. Significa el suicidio político de Merkel. Una marcha atrás sería deseable, pero enfrentaría a Europa con otro escenario inquietante: el de una Alemania humillada. Quien conozca este país sabe que tal escenario no es ninguna broma.

El factor ciudadano, una rebelión civil y sindical coordinada en Europa, o en algunos de sus países, es lo único que puede alterar la gran regresión en curso. Como dice Josep Fontana: “lo que tengamos dentro de cinco años será lo que habremos merecido”.

El consenso acerca de la necesidad de fórmulas keynesianas a corto plazo es amplio, por desgracia no en Alemania, ni en la burocracia de Bruselas, ni, lo que aún es más grave, entre los gobiernos de los propios países en recesión que siguen suscribiendo la política de la soga que les asfixia. Quienes en los países más ricos creen que esa asfixia no les afecta, se equivocan, pues como dice James Galbraith, “la historia muestra que cuando la periferia de una unión económica sufre una caída de tal envergadura, eso tiene consecuencias sociales y económicas para la región central”.

Crecimiento: solución y problema

Llegamos así al punto crucial, el de la salida de la crisis. Reconocer la bondad y necesidad del gasto para generar un crecimiento a corto plazo no significa que se pueda perder de vista el gran contexto de la actual crisis, que no es la situación del euro, ni la crisis financiera, sino algo claramente superior desde todos los puntos de vista.

La invocación al crecimiento para salir del agujero, proteger las conquistas sociales y ponerle coto a la contrarrevolución de la Gran Desigualdad, nos lleva directos al calentamiento global. Alimenta la caldera de la insostenibilidad ambiental, es decir agrava la crisis más genuina y principal, la del cambio global antropogénico.

Aunque la solución de la actual coyuntura de la eurocrisis sea lograr el crecimiento, el problema de nuestra verdadera crisis, también es el crecimiento.

Si el absurdo actual del neoliberalismo es pretender salir de la crisis con las mismas recetas y objetivos que la ocasionaron, la invocación acrítica al crecimiento sin matices participa de la misma contradicción.

La irresponsable y ciega persecución del crecimiento es, al mismo tiempo, la que ha creado las burbujas especulativas y la que ha hecho aumentar las emisiones globales un 40% desde 1990.

La salida estratégica de la crisis consiste en conjugar una doble e inseparable sostenibilidad, financiera y ecológica, en superar la irresponsabilidad desreguladora, de mercados y emisiones, de pagar las deudas económicas y ecológicas. El culto al crecimiento está en el origen de las dos falsas libertades: la especuladora y la emisora crematística.

La austeridad, no como medio para maximizar beneficios e incrementar la desigualdad, sino en un paradigma de cambio hacia energías renovables, con cambio de valores y, por lo menos en los países ricos, un modo de vida más modesto, no sólo es deseable, sino que es fundamental. Sin la austeridad, sin un relativo empobrecimiento de los más ricos globales que disminuya la demanda de recursos naturales y la generación de residuos, no hay salida de la crisis de civilización. Comprender eso determina que nuestro recurso al crecimiento sea muy táctico y muy dirigido al corto plazo, mientras que el objetivo estratégico debe ser más bien lo contrario: el decrecimiento, o como dice Herman E. Daly, una “economía de estado estacionario”.

El estado estacionario de una economía, “es un sistema que permite que se produzca un desarrollo cualitativo, pero no un crecimiento cuantitativo agregado”, explica Daly. “El crecimiento implica introducir una mayor cantidad del mismo tipo de cosas, el desarrollo supone introducir una cantidad igual de algo mejor”, dice. “La economía debe adaptarse a las reglas del estado estacionario: alcanzar un desarrollo cualitativo y frenar el crecimiento cuantitativo agregado”, porque, “el llamado crecimiento económico ya es antieconómico, está fracasando, nos convierte en más pobres y no en mas ricos”, añade.

Naturalmente, se debe distinguir entre Norte y Sur, países pobres y países ricos. En los países pobres el crecimiento del PIB aún sigue permitiendo que aumente el bienestar, siempre que haya una distribución razonable, sostiene Daly. Respecto a los países ricos, “deberían reducir el crecimiento del flujo metabólico para liberar recursos y espacio ecológico para uso de los pobres, a la vez que centrarse en los esfuerzos en el ámbito local para mejorar su desarrollo tecnológico y social, a compartir libremente con los países pobres”.

La transición energética exige enormes inversiones. Alemania el país europeo con más responsabilidad en la actual receta neoliberal de la eurocrisis es, al mismo tiempo, el más avanzado en sus planes para un cambio de modelo energético. Su sociedad es, seguramente, la más consciente y motivada de Europa hacia una transición energética. El apagón nuclear total en 2022, decidido el año pasado, va a disparar las inversiones eólicas con el objetivo de generar dentro de nueve años el 35% de la electricidad con fuentes renovables (hoy el 17%). Que ese cambio venga determinado por los intereses de los mismos oligopolios energéticos de siempre, con el beneficio en el centro y su tendencia hacia los grandes proyectos imperiales y centralizados, lanza un nuevo desafío ciudadano con miras a una “socialización”-no confundir con mera “estatalización”- del sistema energético, con creación de nuevas fórmulas e instituciones de gestión y control.

No hay economía ecológica sin justicia social. El cambio energético es para vivir de otra manera. De una manera más simple, más tranquila y menos frenética. Como dice Tim Jackson, “la prosperidad tiene que ver con la calidad de nuestras vidas y relaciones, con la solidez de nuestras comunidades, y con un sentido de propósito individual y colectivo. La prosperidad tiene que ver con la esperanza. Esperanza para el futuro, esperanza para nuestros hijos, esperanza para nosotros mismos”.

Alemania, como todos, está convocada a la tarea de esa reunificación superior que saque a la humanidad de la prehistoria. Puede aportar mucho. Aunque al día de hoy no haya más remedio que enfrentarse a su gobierno que lidera el programa de la Gran Desigualdad, en Europa no podemos pasarnos sin Alemania, ni despreciar a esta nación para los complicados retos del siglo que nos esperan.

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