(Contribución a la conferencia sobre Los derechos
sociales en tiempos de crisis, organizada por el Gobierno Vasco. Bilbao, mayo
2012.)
Sobre el momento alemán en la crisis mundial
El gran reto al hablar de la eurocrisis consiste en
insertar apropiadamente a Alemania en la gran crisis de civilización a la que
asistimos y en el entramado de lo que se ha venido a llamar la Gran
Divergencia. Ese concepto, que aquí rebautizamos como Gran Desigualdad, fue
acuñado por el economista y premio Nóbel Paul Krugman en un libro de 2007 que
lleva por título, The conscience of a liberal. El concepto ofrece la ventaja de
que permite al historiador insertar en él la evolución del capitalismo del
último medio siglo -como hace nuestro ilustre historiador Josep Fontana en su
último libro- que ha llevado al mundo a una desigualdad extrema en la que a una
quinta parte de la población del planeta le corresponde sólo el 2% del ingreso
global, mientras el 20% más rico concentra el 74% de los ingresos.
Resumiendo, la tesis de Krugman que Fontana ha
explotado es la de que a partir de los años setenta el Capital perdió el miedo
a los factores que perturbaban, y moderaban, su sueño histórico de dominio y
beneficio sin concesiones ni fisuras. Es entonces cuando, aprovechando la
primera crisis del petróleo de 1973, se comienza a desmontar el pacto social de
posguerra en los países del capitalismo central, pacto que incluía una cierta
socialización de la prosperidad, lo que a su vez contribuía a ampliar el
consumo y a alimentar el crecimiento. A partir de políticos como Carter, Reagan
y Thatcher, eso se sustituye por un enfoque dirigido al enriquecimiento
exacerbado de una minoría oligárquica: el enriquecimiento de los más ricos a
expensas de trabajadores y clases medias.
Los salarios empezaron a contraerse (un 7% en EE.UU
desde 1975 hasta 2007), la imposición fiscal a ricos y empresas se redujo, la
desigualdad social se disparó, arrancó una ofensiva antisindical y se promocionaron
toda una serie de consensos de liberalización comercial. La prevención de la
inflación y del déficit fueron colocados en el centro de la agenda económica,
lo que apartó definitivamente el keynesianismo de posguerra.
Todo eso pudo realizarse gracias a una agresiva
campaña ideológica financiada por nuevas instituciones vinculadas a las grandes
empresas que colonizaron el poder político e impusieron, en la academia, en los
“think tanks” y en los medios de comunicación, el discurso del desmonte paulatino
del Estado social, y del papel del Estado en general, en beneficio de la
empresa privada (privatización). El resultado fue un asalto general a la
regulación y un enorme incremento de la influencia empresarial en la política.
Liberada de sus límites políticos, y desregulada, la
nueva economía dio a su vez lugar a una orgía de especulación y corrupción. El
volumen de todas las transacciones financieras ha llegado a ser 75 veces mayor
que el de la producción mundial total. Sólo los capitales administrados por los
llamados hedge fonds pasaron de ser casi el doble que la producción mundial, en
1999,
a
ser treinta veces en 2010. Esa libertad invitó al público a un general
endeudamiento en lugares como EE.UU o España y desembocó en la explosión de la
burbuja de 2007-2008.
Nación retrasada
Alemania llegó por buenas razones bastante tarde al
proceso conocido como Gran Divergencia (Desigualdad). Si sus compañeros
anglosajones de bloque habían perdido el miedo mucho antes y derribaban las
restricciones con decisión, ella iba con mucho más tiento. Estaba en la primera
línea de la guerra fría, tenía incluso enfrente a una pequeña república
alemana, la RDA, “alternativa” y guardada por las divisiones soviéticas. Desde
su fundación competía con aquella “alternativa” cuya base era la plena
estatalización de los medios de producción y el sistema social de educación y
sanidad. Por todo ello después de la guerra la RFA había elaborado uno de los
consensos más sociales del bloque occidental, el llamado “Modell Deutschland”
con su Economía Social de Mercado, el llamado “ordoliberalismo”, que incluía un
inusitado derecho de cogestión sindical que daba a los sindicatos una notable
participación en las decisiones empresariales. Sólo la tardía desaparición de
la RDA desató las manos al establishment alemán occidental.
La reunificación alemana fue una anexión de la RDA, la
Alemania del Este, por las fuerzas político-empresariales de la RFA, la
Alemania del Oeste. En la RDA la popular rebeldía civil inicial del “Wir sind
das Volk” (“el pueblo somos nosotros”) del otoño de 1989 se transformó,
rápidamente, en un mucho más moldeable “Wir sind ein Volk” (“somos un sólo
pueblo”) que subrayaba la unidad nacional por delante de cualquier otra
consideración. Ese cambio fue muy rápido y resulta incomprensible sin tener en
cuenta la frenética espiral de sucesos, súbitas experiencias y cambiantes
expectativas que aquella etapa conoció. El canciller Helmuth Kohl y los
veteranos políticos de la derecha empresarial de Bonn actuaron con gran maestría
en aquel río revuelto y lograron en pocos meses reconducir el potencial de
tercera vía que afirmaba la oposición de la RDA hacia una mera anexión
restauradora sin el más mínimo cambio constitucional o de modelo. La pariedad
entre el Deutsche Mark y el marco del Este que Kohl estableció fue crucial para
apuntalar el cambio de la conciencia social.
En mayo de 1990, Kohl estableció la paridad 1-1 para
ahorros de 6000 marcos (una fortuna en la RDA, y dos meses de sueldo de un
periodista de la RFA de entonces) y de 1-2 para patrimonios más altos. Los
alemanes del Este sintieron como si les hubiera tocado la lotería.
En julio, Kohl les prometió convertir sus regiones en
“paisajes floridos” (“blühenden Landschaften”) y lo realizó en un primer
momento, por lo menos en la imaginación, con la mencionada paridad que confirmó
a corto plazo la promesa de prosperidad material. En aquella euforia cargada de
promesas de abundancia, los discursos y voluntades mayoritariamente verdes y
socialistoides de escritores, intelectuales y disidentes del Este, se
disolvieron como un bloque de hielo al Sol.
La gran reunificación
La reunificación nacional alemana (1990) coincidió con
una reunificación superior: la gran reunificación mundial del triple ingreso,
de la URSS y el bloque del Este, de China y de India (en total 1470 millones
más de trabajadores) en la economía mundial. El ingreso de esa masa laboral
duplicó el número global de trabajadores y alteró la correlación de fuerzas
mundial entre Capital y Trabajo en beneficio del primero. Ese cambio supuso un
reto muy importante para la economía, eminentemente exportadora de Alemania y
dio lugar a una estrategia exportadora particular para ponerse a tono con la
maximización de beneficios, con la Gran Desigualdad, y con las nuevas
condiciones internacionales de competitividad. Bajo la batuta de su
establishment político-empresarial, la “sociedad organizada” que es Alemania
demostró su capacidad de adaptación.
El gobierno de transición de la RDA había creado una
institución fiduciaria, el Treuhandanstalt, en cuyas manos se puso la
administración de toda la propiedad del país con la misión de, “mantenerla para
el pueblo de la RDA”.Ya en junio de 1990 el primer gobierno electo de la RDA,
dominado por los satélites de la CDU de Helmut Kohl, convirtió el
Treuhandanstalt en un aparato para la privatización, vía restitución (a
antiguos propietarios) o venta, de la propiedad pública. Una posibilidad de
tercera vía socializante fue convertida, sin la menor consulta social expresa,
en mera restauración del orden anterior a la existencia de la RDA mediante la
privatización del patrimonio nacional. El proceso fue menos cleptocrático que
en otros países del Este, por no hablar de la URSS, pero en esa restauración
los alemanes del Este, antiguos teóricos copropietarios del pastel, fueron
excluidos y desposeídos, lo que el posteriormente ministro del interior, Otto
Schily calificó de “gigantesca expropiación”.
Para 1994, 8000 empresas del Este ya estaban en manos
de “inversores privados” del Oeste, habían sido cerradas o adquiridas a precio
de ganga, y 2,5 millones de los 17 millones de habitantes de la RDA se habían
quedado sin trabajo, porque el tejido industrial de su antiguo país había
desaparecido, en gran parte como consecuencia de la catastrófica asfixia que la
paridad monetaria entre el Deutsche Mark y el marco de la RDA, el recurso de
Kohl para voltear la conciencia social y ganar las elecciones, había tenido
para las empresas del Este.
El objetivo político cortoplacista de Kohl de la
reunificación, lograr que los conservadores alemanes se mantuvieran en el poder
gracias al voto de los 17 nuevos millones de electores del Este, se logró: Kohl
y su CDU se mantuvieron ocho años más en el gobierno. Pero el coste económico
fue astronómico.
El desarrollo de Alemania del Este costó “dos billones
de euros” y ha sido descrito como, “el mayor programa keynesiano de la
historia”. Exigió nuevos impuestos, grandes desembolsos sociales para cubrir a
millones de nuevos parados y jubilados, enormes inversiones ambientales y en
infraestructuras que se restaron a la innovación productiva y generaron grandes
deudas públicas. La política de Kohl en la reunificación fue una victoria
política que desencadenó una crisis económica de diez años: diez años de
endeudamiento y grandes gastos tras la reunificación es lo que explica el
actual apego alemán por la austeridad, mucho más que el tópicamente citado
recuerdo de la gran inflación de la República de Weimar sobre la que ya no hay
memoria generacional viva. Un importante observador financiero evoca así
aquella época:
“La reunificación fue exitosa sólo parcialmente. Con ella no
sólo tuvimos unos costes laborales por unidad mayores que nuestros vecinos,
sino que nuestra cuenta corriente estuvo en profundos números rojos durante
toda una década. No digo que la reunificación se hiciera bien, sino que hace
sólo unos años Alemania sufrió un déficit continuado y elevados costes
salariales, por lo que fue descrita por nuestros queridos amigos anglosajones
como “el enfermo de Europa”. “Drang nach Osten”
Ese contexto de endeudamiento y grandes gastos fue el
medio ambiente en el que la mayor economía europea se amplió hacia el Este, en
un doble sentido, tanto su Este, la ex RDA, como el Este de Europa, convertido
en patio trasero alemán. En ambos casos contó con una vasta reserva de mano de
obra barata, lo que tuvo profundas consecuencias, primero para el conjunto de
los trabajadores alemanes y luego, como veremos, para los europeos en general y
los meridionales en particular. En Alemania del Este la desindustrialización y
el desmoronamiento impidieron que los sindicatos arraigaran en lo que era un
tejido social laboralmente derrotado, con ciudades industriales vaciadas por la
emigración provocada por la quiebra de empresas y sectores industriales
enteros. En el conjunto de Alemania, la afiliación sindical a la DGB cayó de 11
millones en1991 a7,7 millones en 2003. La capacidad sindical de negociación y
cogestión empresarial aún cayó más.
En esa situación de debilidad sindical la respuesta
empresarial fue un recorte salarial sin precedentes que se presentó a los
sindicatos, entre grandes presiones y bajo la amenaza de deslocalizar las
empresas hacia países como Eslovaquia, Polonia, o Hungría con salarios mucho
más bajos. Entre 1998 y 2006 los costes laborales cayeron en Alemania y los
salarios reales retrocedieron durante siete años consecutivos
En la estrategia alemana de rearme económico, la
bajada salarial combinada con la adopción del euro, que eliminaba trabas de cambio,
y con una estricta política monetaria del Bundesbank, desembocó en una
explosión exportadora y de competitividad de los productos alemanes que ganaron
mayor cuota de mercado a costa de sus competidores europeos.
Un éxito desestabilizador para el euro
Desde la introducción del euro, virtual en 1999,
efectiva desde 2002, la industria alemana más que dobló sus exportaciones (que
a comienzos de los noventa representaban el 20% de su PNB y en 2010 el 46%).
Mientras tanto los salarios subían en el resto del continente, un 15% en
Francia y entre el 25% y el 35% en España, Portugal, Grecia e Italia.
En una unión monetaria, el auge del superávit
exportador alemán significaba déficit para otros. Entre 2004 y 2011, la
producción de automóviles francesa e italiana cayó un 30% mientras la alemana
aumentaba un 22%. En 2007 Alemania obtuvo un superávit comercial de casi
200.000 millones de euros. Mientras, 19 de los 27 países de la UE registraron
déficit en su comercio exterior. Los bajos salarios alemanes contribuyeron
también a ese déficit de los otros porque debilitaron el consumo de Alemania,
es decir las importaciones de la nación más poblada de la eurozona. Sin embargo
no había sensación de crisis en el sur de Europa: los países meridionales de la
eurozona comenzaron a recibir enormes flujos de capital alemán, resultado de
los beneficios exportadores, que anestesiaron la pérdida de competitividad con
dinero prestado a tasas de interés muy bajo establecidas a la medida de
Alemania.
La política económica alemana, resultado directo del
shock de la doble reunificación de 1990, no sólo disparó los desequilibrios
internos entre países de la eurozona, sino que, en el contexto general de una
desatada y frenética búsqueda del beneficio, alimentó su falsa economía y crecimiento.
El aparente “España va bien”, con su orgía de ladrillo, dinero fácil y
destrucción facinerosa del entorno, así como el festival inmobiliario irlandés
o las fantasías contables griegas en el contexto de los juegos olímpicos de
Atenas, son así inseparables, y guardan una relación directa con el resurgir
económico-exportador alemán, que se presenta inocentemente como su antítesis.
El nacimiento de una leyenda
Desentenderse de eso y hacer ver que la situación es
resultado del maniqueísmo entre países virtuosos y manirrotos, denota una gran
desvergüenza, porque el problema no es nacional. La crisis fue desencadenada
por el sector privado, especialmente por los bancos que financiaron la pirámide
inmobiliaria que se desmoronó. Los bancos alemanes que gestionaron
especulativamente el enorme capital del superávit exportador alemán también
fueron protagonistas de la pirámide. Para atajarla, los países europeos dieron
a los bancos 4,6 billones de euros desde 2008, la cifra facilitada a principios
de 2012 por el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso.
Además, hubo otro enorme desembolso de dinero público en los programas de
estímulo keynesianos del 2008. Todo ello incrementó, evidentemente, la actual
deuda pública.
Entre 2008 y 2009, Alemania rescató a sus bancos con
480.000 millones de euros. Uno de ellos el HypoReal Estate tuvo que recibir
100.000 millones, porque estaba hundido hasta el cuello en créditos
hipotecarios de Estados Unidos. El Deutsche Bank se deshizo a tiempo de gran
parte de su basura financiera americana, por lo que tiene una docena de pleitos
judiciales por estafa en aquel país. Los documentos de esos casos demuestran
que los ejecutivos del banco conocían perfectamente el carácter estafador de
sus ventas y ofertas.
En 2007 los documentos del Deutsche Bank presentaban
como dinámico y prometedor el mercado inversor español. En el caso de los
Landesbanken, las cajas de ahorro regionales, por lo menos tres de ellas
(Bayern LB, HSH Nordbank y WestLB) tuvieron que ser rescatadas con dinero del
contribuyente.
Que hoy el debate esté centrado en la crisis de la
deuda pública, o sobre la deuda privada concebida exclusivamente como desmadre
meridional, omitiendo de la narración al casino que la ocasionó, se debe,
fundamentalmente, al fuerte control que el poder financiero ejerce sobre
gobiernos y medios de comunicación, lo que le permite imponer la leyenda que
más le conviene.
El gobierno alemán ha sido particularmente activo en
ese frente. Su nacional-populismo acerca de que el problema son unos países del
sur gastadores que no ”hicieron sus deberes” y en los que la gente común vivió
“por encima de sus posibilidades”, le ha permitido canalizar el descontento de
los contribuyentes alemanes por los centenares de millones transferidos a los
bancos como consecuencia de la irresponsabilidad de estos invirtiendo en el
casino global. Reconocer la realidad significaría revisar los últimos veinte
años de política económica y social alemana que se han vendido como exitosos y
modélicos para el resto de Europa. En realidad sólo fueron exitosos para los
empresarios y para los más ricos.
Veinte años nos contemplan
Desde la reunificación, la economía alemana ha crecido
alrededor de un 30%, pero el resultado no ha sido una prosperidad general, sino
un enorme incremento de la desigualdad.
Desde 1990 los impuestos a los más ricos bajaron un
10% y la imposición fiscal a la clase media subió un 13%, los salarios reales
se redujeron un 0,9% y los ingresos por beneficio y patrimonio aumentaron un
36%. Desde el punto de vista de la (des) nivelación social, Alemania es hoy un
país europeo normal: el 1% más rico de su población concentra el 23% de la
riqueza (una relación similar a la existente en Estados Unidos) y el 10% más
favorecido el 60% de ella, mientras la mitad de la población sólo dispone del
2%.
Hito de la estrategia post reunificación que puso a la
rezagada Alemania en línea con la Gran Desigualdad fue la llamada Agenda 2010,
el programa de recortes socio-laborales aprobado en 2003 por el gobierno de
socialdemócratas y verdes del canciller Gerhard Schröder y que se presenta como
modelo continental. Siguiendo la pauta de la Gran Desigualdad en Estados Unidos
años atrás, la Agenda 2010 vino precedida de una intensa campaña propagandística
a cargo de instituciones empresariales que bombardearon a la opinión pública
con diversos mensajes fraudulentos como la “insostenible explosión de costes
sociales”, el imperativo de las tendencias demográficas por envejecimiento de
la población y otros.
Se afirma, por ejemplo que los costes de la sanidad
crecieron un 71% desde 1991. La realidad es que Alemania ha seguido gastando
más o menos lo mismo, alrededor del 10% de su PIB en sanidad. Igualmente la
campaña afirma que la demografía determina una jubilación más tardía, lo que no
resiste un somero análisis: en el siglo pasado la parte joven de la población
alemana cayó de un 44% a un 20% y el bloque de los jubilados pasó de
representar el 5% de la población al 17%, mientras la esperanza de vida aumentaba
por encima de treinta años. Todo eso no dañó los sistemas sociales, sino al
contrario: fue en ese contexto que el Estado del bienestar alemán se desarrolló
en su máxima expresión. Instituciones como la “Fundación Bertelsmann”, la más
rica del país, vinculada a Bertelsmann Ag, el mayor consorcio mediático de
Europa (100.000 empleados en 60 países) tuvieron un papel central en convencer
a los alemanes de la necesidad de reducir el papel y el tamaño del Estado,
recortar prestaciones sociales, bajar los salarios y flexibilizar el mercado de
trabajo. Como consecuencia de la Agenda 2010 Alemania se despidió de buena
parte de lo que había caracterizado a su modelo de posguerra.
Un nuevo “milagro alemán” (pero con trucos)
La Agenda 2010 abrió la puerta a la privatización de
las pensiones (su creador, Walter Riester, ministro socialdemócrata de trabajo,
fue invitado por la UGT a un seminario español sobre la materia), redujo
subsidios, aumentó la edad de jubilación y flexibilizó el trabajo
institucionalizando un segundo mercado laboral de empleos precarios y mal
pagados al lado del tradicional. Aunque su contribución al crecimiento ha sido
estimada en un 0,2% el gran reajuste de socialdemócratas y verdes de 2003 fue
presentado como un gran creador de empleo, cuando la simple realidad es que se
ha repartido el mismo trabajo entre más personas al convertir empleos a tiempo
completo en empleos a tiempo parcial, como demuestra el hecho de que el número
de horas totales trabajadas apenas haya cambiado desde 1991 pese a la reducción
del paro.
El aumento del empleo registrado en los últimos años,
que se vende como un “milagro”, se registra sobre todo en el sector precario.
El sector de salarios bajos que en 1995 implicaba al 15% de los trabajadores
emplea hoy al 25%, a uno de cada cinco trabajadores, y se ha expandido tres
veces más rápido que el sector tradicional. El 42% de ex empleados del sector
tradicional que han perdido su empleo encuentran trabajo en el sector de
salarios bajos. Sólo un 15% de los parados de larga duración fueron contratados
en 2011 en el sector tradicional. La estadística oficial, que ha barrido debajo
de la alfombra a por lo menos un millón de parados (no inscritos en la Agencia
de Empleo, mayores de 57 años, etc.) informa que el 71% de los nuevos empleos
son “atípicos”, es decir precarios, parciales, temporales, “autónomos”, etc.
Hay 8 millones de empleados a tiempo parcial, con contrato limitado, minijobs,
autónomos, etc.
La legendaria y nacional-populista mentalidad que se
ha impuesto en Alemania afirma la fábula de la cigarra y la hormiga. Dice que
“las duras reformas que nosotros hicimos, ahora las deben hacer quienes han
vivido del cuento”. Este nuevo y negativo aleccionamiento alemán, está en el
centro del discurso político nacional y se ha impuesto a otros países. Tiene
claros elementos de fraude.
Entre 2002 y 2007, en cinco años, Alemania redujo su
déficit estructural desde el 3,5% del PIB en 2002, al 0,6% en 2007, lo que
arroja una reducción total del 2,9%, es decir 0,6 puntos porcentuales anuales.
Según la OCDE, entre 2009 y 2011 Grecia ha reducido su déficit estructural
desde el 12,8% hasta el 1,8%, es decir 6 puntos anuales. “En otras palabras”,
explica Sebastian Dullan, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, “en un
año Grecia ha reducido su déficit el doble de lo que Alemania hizo en cinco
años”. La situación de España y Portugal no es muy diferente. El déficit
estructural español se ha reducido del 9,5% en 2009 al 1,9% en 2012. El de
Portugal del 9,5 en 2010, al 2,2 en 2012.
Entre 2010 y 2011 ambos países han consolidado más de
lo que Alemania hizo en cinco años. Y lo mismo pasa con salarios: entre 2003 y
2007 los salarios reales cayeron un 3,3% en Alemania. En Grecia han caído un
13% entre 2009 y 2011, de nuevo el doble en un año que Alemania en cinco, y en
Portugal y España, un 10% y un 7% respectivamente en tres años. “El problema no
ha sido la falta de voluntad de griegos, españoles y portugueses para corregir
sus problemas de déficit”, dice Dullan.
El descubrimiento del Mediterráneo
Que la situación económica alemana se presente como
modelo en el contexto de la eurocrisis ignora, además, algo tan básico como las
vivas diferencias entre sistemas capitalistas existentes en el seno de la
eurozona. Tras siglos de convivencia en Europa, Alemania parece no haber
descubierto aún el Mediterráneo, en el sentido más literal de la expresión.
Los sistemas denominados de “capitalismo mediterráneo”
de países como Portugal, España, Italia o Grecia, no pueden compararse con las
“economías coordinadas” del norte de Europa, como Alemania, mucho más
organizadas, con un sistema de salarios integrado en el sector privado y una
educación y formación profesional organizadas hacia aquél. A ello se suma una
mayor capacidad de acuerdos sindicales en materia de salarios y jornadas. Esa
mayor organización general interna permite formular estrategias impensables en
el Sur y es lo que define la ventaja comparativa de Alemania en la manufactura
en su contexto europeo.
Alemania tiene una estructura económica particular;
industrial, exportadora, con fuertes empresas medianas y pequeñas que son
líderes mundiales y también con grandes consorcios multinacionales.
Transplantar sus recetas a otros países europeos sin atender a las diferencias
estructurales, es tan absurdo como pretender convertir en España a Andalucía en
un País Vasco. Ignorar la diferencia interna de capitalismos y pregonar un
modelo del Norte para todos con reformas estructurales ortodoxas, es no
comprender lo más básico: la propia realidad y diversidad de Europa.
La actual euro-receta alemana contra la crisis,
centrada en la política de austeridad y en la disciplina para imponerla,
tampoco parece entender la diferencia existente entre países de una unión
monetaria y empresas. Como dice Heiner Flassbeck, ex secretario de Estado
alemán de finanzas y actual economista de la UNCTAD, “Alemania no ha entendido
que la competición entre naciones en una unión monetaria como la eurozona, es
ir contra tus clientes”. De momento el superávit comercial alemán aguanta
gracias al incierto crecimiento de la demanda en China y otros lugares, pero la
ruina de los socios europeos podría volverse a medio plazo contra ella, pues
Alemania exporta la mitad de su producto nacional y el 40% de esa mitad se vende
en Europa. Mientras tanto, su aplicación está siendo desastrosa para los países
del sur de Europa y lo será también para la cohesión europea. El caso del
“rescate de Grecia” es paradigmático.
La sociedad de ese país se siente, “como en un laberinto con todas las salidas bloqueadas”.
Con la aplicación de la receta alemana, los salarios
se han recortado entre un 20% y un 25%, la producción ha caído un 11%, la
recaudación fiscal un 18% desde el año pasado, 60.000 empresas han cerrado
desde verano, los funcionarios sufren impagos durante meses, en los hospitales,
que acusan el recorte del 40% del presupuesto de sanidad en 2010, falta
material, y en las escuelas libros. Más del 70% del dinero ahorrado se destina
al pago de la deuda, sin embargo la deuda no disminuye, sino que aumenta: era
del 120% del PIB en 2010, y es del 170% del PIB en 2012, después de dos años de
ajuste.
El “rescate de Grecia” es el seudónimo del gran
capítulo europeo del rescate público del sector financiero en el que la
austeridad de los pobres, no responsables de la crisis, paga los platos rotos.
El grueso de los 199.000 millones del segundo fondo de “rescate a Grecia”
(130.000 millones del propio fondo, más 69.000 millones de restos no utilizados
del primero e importe de cambio de bonos), se destina a los bancos: 93.000
millones para la quita de los creditores privados, 35.000 millones en garantías
de bonos depositados en el BCE, 23.000 millones para recapitalizar a los bancos
griegos, 30.000 millones para incentivar el canje de bonos viejos por nuevos y
5500 millones para pagar viejos intereses de deuda.
La degradación griega, que ahora comienza en España y
otros países del Sur, genera a la vez un encarecimiento especulativo del pago
de la deuda y un flujo de dinero de dirección inversa al que se produjo en
Europa durante los años de la burbuja inmobiliaria. Si entonces el dinero del
superávit exportador alimentaba la especulación inmobiliaria con un río de
capital de dirección Norte a Sur, ahora es el dinero asustado del sector privado
del Sur el que busca refugio en la deuda pública alemana, que se refinancia a
intereses de risa gracias a la miseria de sus socios del euro.
Desintegrando la Unión
En los últimos dos años, el discurso alemán sobre esta
situación ha consistido en una mezcla de aleccionamiento, la prédica de una
Europa virtuosa del Norte a una Europa manirrota del Sur, y de “bravuconería”
autoritaria, por utilizar el término empleado por el ex canciller Helmut
Schmidt. Políticos y publicistas se han dedicado a sostener una retórica
nacionalista muy disolvente, enfocada a la “pereza” e ineficacia del
capitalismo mediterráneo y combinada con un lloriqueo constante por la cuantía
del desembolso de dinero alemán.
En el primer fondo de “rescate griego”, Alemania aportó
36.000 millones sobre un total de los 130.000 millones aportados por todos los
socios del euro. En términos absolutos fue el Estado que más aportó, por la
sencilla razón de que Alemania tiene la mayor economía y la mayor población de
Europa, pero seis países aportan más que Alemania en una cuenta per cápita y
otros diez, incluida España, la superan en la parte del PIB dedicada a ello. El
dinero no se regala sino que es un crédito a un interés considerable: en 2010
el rescate griego le reportó a Alemania 198 millones de euros. Pero sólo en
Alemania hay una verdadera queja nacional de una opinión pública desinformada
sobre esta situación. La clase política alimenta esa queja con su populismo y a
la vez es esclava de ella.
Con ese discurso Alemania ha abierto una caja de
Pándora muy peligrosa porque divide a Europa y ofende a sus pueblos. Lo hemos
visto en Grecia donde se demoniza a Alemania, y se empieza a ver en España.
Alemania no es consciente de lo que está sembrando.
En este contexto, es importante enfatizar, contra
cualquier nuevo antieuropeísmo reactivo, la bondad y conveniencia de la Unión
Europea.
Vista con perspectiva histórica, la Unión Europea es
una buena solución a lo que había antes: naciones que guerreaban constantemente
entre sí. Por eso hay que conservarla, reformándola y sin pedir peras al olmo,
es decir sin pretender hacer un superestado europeo asentado sobre el
narcisismo de la imagen idealizada de Europa cultivada por el establishment de
Bruselas. En la proyección exterior de la Unión Europea, hay que conformarse
con una ambigua y paquidérmica estructura común que no le complique la vida al
resto del mundo. Lograr que esa estructura no sea imperialista en el siglo XXI,
ya sería un enorme avance histórico.
Desde el inicio de la crisis la aportación alemana al
funcionamiento de la Unión Europea está siendo nefasta: si desde su origen el
establishment de funcionarios no electos de Bruselas fue muy poco democrático,
la intervención del poder alemán lo ha hecho aun más autocrático en lo que en
esencia es una defensa de los desmanes del poder financiero y un rechazo de
políticas solidarias. El resultado es doblemente disolvente: un creciente
resentimiento contra Alemania en el Sur por una política que conduce a la
catástrofe, y un desencanto europeísta en sociedades, como la española, que
fueron profundamente europeístas.
Ofrecer a Europa el “ama de casa suaba”, estereotipo
pequeñoburgués del alemán ahorrador y tacaño hasta la mezquindad, como ideal de
actitud económica a los europeos meridionales, denota una falta de mundo y un
espíritu provinciano notable, pero otros conceptos manejados por la canciller,
como el de una “democracia adecuada a los mercados” (“Marktkonforme
Demokratie”) sugieren un inequívoco propósito antidemocrático.
Merkel evocó por primera vez al ama de casa suaba como
modelo en el congreso de la CDU de 2008. La “democracia adecuada a los
mercados” se estrenó en una entrevista con la emisora Deutschlandfunk, el uno
de septiembre de 2011. Merkel dijo entonces, “vivimos en una democracia
parlamentaria y, por tanto la confección del presupuesto es un derecho básico
del parlamento, pese a ello vamos a encontrar vías para transformarla de tal
manera que pueda concordar con el mercado”. Teniendo en cuenta que el “pacto
fiscal” y la “regla de oro”, el tope de gasto elevado a precepto
constitucional, ya ilegaliza cualquier política de gasto keynesiana que aspire
a dar al Estado un papel financiero activo, el concepto suena a receta para el
cambio de régimen, lo que en países intervenidos o con gobernantes no electos
de Goldman Sachs impuestos por Berlín y Bruselas, suena bastante real.
Cuando todo eso se hunde, Merkel propone “más Europa”,
pero siempre bajo la rigidez de la austeridad y de la disciplina requerida para
hacerla cumplir. La aportación de los conservadores alemanes a una Europa
empresarial en la que ya quedaba poco del espíritu de la tradición política
francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), está siendo algo parecido a un
intento de afirmar una Europa bismarckiana cuyo lema podría ser “Autoridad,
Desigualdad, Austeridad”. Así, los problemas que rodean al despropósito del
pacto fiscal alemán se intentan resolver con otro despropósito aún mayor: más
Europa en clave alemana. La pregunta es quién quiere vivir en la “democracia
acorde con el mercado” (Marktkonforme Demokratie) sugerida por Merkel.
Una ambición errática
Pero, ¿qué quiere Alemania? ¿Cómo se ve Alemania a sí
misma en su actual papel? Entre 2010 y 2012 se ha pasado de cierto hartazgo por
no poder seguir siendo una especie de “gran Suiza” sin responsabilidades
exteriores, incluso con tentaciones euroescépticas y sueños de restablecimiento
del Deutsche Mark, socialmente añorado como símbolo de unos tiempos menos
injustos y complicados en los que el protagonismo alemán en Europa era
principal pero al mismo tiempo discreto y colegiado con Francia, a cierta
jactancia, expresada en aquel “Europa habla alemán” pronunciado por el jefe del
grupo parlamentario de la CDU, el partido de la canciller Merkel, Volker Kauder,
en el congreso de noviembre en Karlsruhe.
De las dos actitudes, la primera carece de futuro,
pues el euro es parte central de la estrategia alemana y sin él Alemania
perdería gran parte de su actual peso específico. Hay, entonces, que
concentrarse en la segunda, ¿busca Alemania una hegemonía europea e incluso
superior: volver a afirmarse como Cuarto Reich económico? Deseos y señales en
ese sentido no faltan, pero el propósito es tan ilusorio y miope como el
malhumorado “nosotros solos” euroescéptico.
Veinte años después de la reunificación ya es hora de
iniciar una política exterior propia que supere los “complejos de inferioridad”
que dejó la historia, dice el editor de Die Welt, Thomas Schmid, un intelectual
conservador que marca línea. Con Helmut Kohl la línea era, “empaquetar los
intereses alemanes de forma consecuente en intereses transatlánticos y sobre
todo intereses europeos, de tal forma que el interés nacional resultaba al
final irreconocible”, dice. Ahora es el momento de que “la nación más fuerte de
Europa” rellene ese vacío. “No queremos hacer sombra a nadie, pero exigimos
nuestro lugar al sol”. Como, “principal accionista de la Unión Europea”, como
“su mayor beneficiaria” y sobre todo como “gran centro de poder económico”,
Alemania tiene, “la misión de ir al liderazgo”, señala la directora de
“Internationale Politik”, revista del principal think tank alemán en materia de
política exterior y seguridad, la DGAP, cuyo último número se titula “Yendo al
liderazgo” (In führung gehen). Ulrich Speck, uno de los autores de este centro
patrocinado por el ministerio de exteriores y los grandes consorcios, propugna
un nuevo papel alemán en el “renacimiento de Occidente” cuyo fundamento sería
una Unión Europea que Berlín debe, “utilizar como palanca de estrategias
alemanas de política exterior”.
“Europa necesita el sentido de estado alemán
(Deutscher Staatskunst) para mantener estable el orden europeo en el revuelto
siglo XXI”, escribe en un artículo sobre el papel de Alemania en la Unión
Europea publicado por la principal revista intelectual alemana, el jurista
Christoph Schönberger. Hegemonía, dice, ya no es un concepto imperialista sino
constitucional. El papel alemán en la UE debería ser como el de Atenas en la
liga naval ática, como el de Holanda en las provincias unidas, o como el de
Prusia en Alemania. Estados Unidos, continúa, está “debilitado por sus guerras”
y mira hacia otras partes del mundo. En ese contexto hay que dejarse de
complejos; “Alemania es más fuerte que cada uno de sus vecinos, aunque no lo
suficiente como para dominarlos a todos”. En esa hegemonía alemana, a Francia
le correspondería un papel “como el que caracterizó a la relación de Prusia con
Baviera en la Alemania de Bismarck”, en la que el canciller de hierro atraía al
campo prusiano a los bávaros, “con determinadas distinciones y acuerdos”. El
autor ni siquiera se pregunta si Francia estaría dispuesta a asumir tal papel,
ni por las sospechas y tensiones que despertaría un resurgir de la tradicional
“desmesurada voluntad de poder” alemana apuntada por Heleno Saña.
Otros autores son menos ambiciosos y se conforman con
primeros pasos: “que Merkel se candidate para presidir el Consejo Europeo”.
Otros, en fin, ya parecen dar por supuesto el ejercicio de la hegemonía por
parte de Alemania y reflexionan sobre sus contornos. En una significativa
declaración que ilustra esos sueños el embajador Wolfgang Ischinger,
organizador de la Conferencia de Seguridad de Munich y “responsable para las
relaciones con el gobierno” del consorcio Allianz, un poder fáctico alemán,
respondía así a una pregunta acerca de, “ ¿Qué debe aprender de Estados Unidos
la Alemania de hoy?”: “el papel de Hegemon buenazo cuya seña de identidad es la
solidaridad y la generosidad, y que en ese papel no debe esperar gratitud, sino
críticas de los pequeños”. Ischinger organizó, en la mencionada conferencia, un
cónclave militarista con gran representación de la Otan y el complejo
militar-industrial transatlántico, un panel de discusión bajo el título “el
papel de Alemania en Europa y el papel de Alemania en el Mundo”. Cuando un
observador objetó que el titulo correcto debía haber sido, “el papel de
Alemania en Europa, y de Europa en el mundo”, el embajador no supo qué
contestar.
El “Cuarto Reich” es imposible porque las cuentas no
salen. En la posguerra mundial, Estados Unidos representaba la mitad de la
riqueza mundial y una incomparable fuerza militar global.
Su economía ascendía a 1,3 billones en 1949, cuando
las de Francia y Alemania eran de unos 200 millardos la del Reino Unido de 250
millardos y la de Italia de 152. Es decir, Estados Unidos era económicamente
mayor que la suma de todos los demás. Hoy la economía alemana asciende a 3,3
billones, un 25% más que Francia, un tercio más que el Reino Unido y sólo representa
entre el 20% y el 25% del PNB de la Unión Europea. Su comercio depende de la UE
en un 60%. Todo eso alcanza, como máximo, para ser el “mayor accionista” de la
UE, papel para el que Alemania necesita a los demás accionistas. Practicar una
política que va en contra de los intereses de sus socios es completamente
inviable. Lo que las sugerencias y veleidades hegemónicas de Alemania en Europa
evocan es miopía: los titubeos y dudas de un país demasiado potente para ser
uno más en Europa, pero demasiado débil para pretender repetir un nuevo intento
de dominio continental.
El factor ciudadano
Si el Cuarto Reich es imposible, la necesidad de
rectificar la actual línea alemana en Europa es imperiosa. Todo indica que es
un camino directo al imperio de la Gran Desigualdad en Europa. En la UE ya hay
115 millones de personas en riesgo de pobreza, 23% de la población, según la
estadística oficial de los 27. A ellos hay que sumarles otros 100 o 150 millones al borde de
esa situación. Mientras tanto en los últimos 15 años los activos de los tres
millones de millonarios europeos han crecido más que la suma total de las
deudas de los países europeos. Esos capitales podrían resolver de golpe la
deuda, “pero la actual aristocracia financiera tiene tan poca intención de
ceder sus privilegios como la aristocracia francesa de antes de la revolución
de 1789” .
A favor de un cambio de línea actúan las crecientes
protestas sociales y sindicales en el sur de Europa, así como los resultados de
las elecciones francesas y griegas con sus programas de revisión y puesta en
cuestión del “pacto fiscal” alemán. En contra, el estado de la opinión pública
en Alemania y otros países del Norte, recelosa ante soluciones mancomunadas que
son vistas como mera socialización de la mala gestión ajena, así como la
inflexibilidad y dogmatismo de los tecnócratas. Con honrosas excepciones entre
algunos de sus miembros más veteranos, la clase política alemana ha olvidado su
propia historia de posguerra, el acuerdo de Londres de 1953 que recortó la deuda
alemana un 50% e introdujo una moratoria de cinco años en el pago de intereses
para que el país pudiera respirar. Un problema mayor es que la situación
socioeconómica alemana (aún) no compromete a sus gobernantes. Merkel confía en
ganar las elecciones generales de septiembre de 2013, aunque sea al precio de
un gobierno en coalición con los socialdemócratas liderado por ella, como en el
periodo 2005-2009, lo que no invita a un cambio de línea. Su oposición, el SPD
y los verdes, apenas cuestionan los ejes de su política europea, en parte
porque fueron sus mismos líderes (Steinbruck, Steinmeier, Trittin) quienes
dieron en 2003 el gran impulso al programa neoliberal en el país con la Agenda
2010 que no tienen la menor intención de revisar.
La pregunta es si hay marcha atrás en Alemania.
Reconocer el flagrante error de su línea significa desmontar la leyenda que hoy
está en el centro del discurso político nacional. Significa el suicidio
político de Merkel. Una marcha atrás sería deseable, pero enfrentaría a Europa
con otro escenario inquietante: el de una Alemania humillada. Quien conozca
este país sabe que tal escenario no es ninguna broma.
El factor ciudadano, una rebelión civil y sindical
coordinada en Europa, o en algunos de sus países, es lo único que puede alterar
la gran regresión en curso. Como dice Josep Fontana: “lo que tengamos dentro de
cinco años será lo que habremos merecido”.
El consenso acerca de la necesidad de fórmulas
keynesianas a corto plazo es amplio, por desgracia no en Alemania, ni en la
burocracia de Bruselas, ni, lo que aún es más grave, entre los gobiernos de los
propios países en recesión que siguen suscribiendo la política de la soga que
les asfixia. Quienes en los países más ricos creen que esa asfixia no les
afecta, se equivocan, pues como dice James Galbraith, “la historia muestra que
cuando la periferia de una unión económica sufre una caída de tal envergadura,
eso tiene consecuencias sociales y económicas para la región central”.
Crecimiento: solución y problema
Llegamos así al punto crucial, el de la salida de la
crisis. Reconocer la bondad y necesidad del gasto para generar un crecimiento a
corto plazo no significa que se pueda perder de vista el gran contexto de la
actual crisis, que no es la situación del euro, ni la crisis financiera, sino
algo claramente superior desde todos los puntos de vista.
La invocación al crecimiento para salir del agujero,
proteger las conquistas sociales y ponerle coto a la contrarrevolución de la
Gran Desigualdad, nos lleva directos al calentamiento global. Alimenta la
caldera de la insostenibilidad ambiental, es decir agrava la crisis más genuina
y principal, la del cambio global antropogénico.
Aunque la solución de la actual coyuntura de la
eurocrisis sea lograr el crecimiento, el problema de nuestra verdadera crisis,
también es el crecimiento.
Si el absurdo actual del neoliberalismo es pretender
salir de la crisis con las mismas recetas y objetivos que la ocasionaron, la
invocación acrítica al crecimiento sin matices participa de la misma
contradicción.
La irresponsable y ciega persecución del crecimiento
es, al mismo tiempo, la que ha creado las burbujas especulativas y la que ha
hecho aumentar las emisiones globales un 40% desde 1990.
La salida estratégica de la crisis consiste en
conjugar una doble e inseparable sostenibilidad, financiera y ecológica, en
superar la irresponsabilidad desreguladora, de mercados y emisiones, de pagar
las deudas económicas y ecológicas. El culto al crecimiento está en el origen
de las dos falsas libertades: la especuladora y la emisora crematística.
La austeridad, no como medio para maximizar beneficios
e incrementar la desigualdad, sino en un paradigma de cambio hacia energías
renovables, con cambio de valores y, por lo menos en los países ricos, un modo
de vida más modesto, no sólo es deseable, sino que es fundamental. Sin la
austeridad, sin un relativo empobrecimiento de los más ricos globales que
disminuya la demanda de recursos naturales y la generación de residuos, no hay
salida de la crisis de civilización. Comprender eso determina que nuestro
recurso al crecimiento sea muy táctico y muy dirigido al corto plazo, mientras
que el objetivo estratégico debe ser más bien lo contrario: el decrecimiento, o
como dice Herman E. Daly, una “economía de estado estacionario”.
El estado estacionario de una economía, “es un sistema
que permite que se produzca un desarrollo cualitativo, pero no un crecimiento
cuantitativo agregado”, explica Daly. “El crecimiento implica introducir una
mayor cantidad del mismo tipo de cosas, el desarrollo supone introducir una
cantidad igual de algo mejor”, dice. “La economía debe adaptarse a las reglas
del estado estacionario: alcanzar un desarrollo cualitativo y frenar el
crecimiento cuantitativo agregado”, porque, “el llamado crecimiento económico
ya es antieconómico, está fracasando, nos convierte en más pobres y no en mas
ricos”, añade.
Naturalmente, se debe distinguir entre Norte y Sur,
países pobres y países ricos. En los países pobres el crecimiento del PIB aún
sigue permitiendo que aumente el bienestar, siempre que haya una distribución
razonable, sostiene Daly. Respecto a los países ricos, “deberían reducir el
crecimiento del flujo metabólico para liberar recursos y espacio ecológico para
uso de los pobres, a la vez que centrarse en los esfuerzos en el ámbito local
para mejorar su desarrollo tecnológico y social, a compartir libremente con los
países pobres”.
La transición energética exige enormes inversiones.
Alemania el país europeo con más responsabilidad en la actual receta neoliberal
de la eurocrisis es, al mismo tiempo, el más avanzado en sus planes para un
cambio de modelo energético. Su sociedad es, seguramente, la más consciente y
motivada de Europa hacia una transición energética. El apagón nuclear total en 2022,
decidido el año pasado, va a disparar las inversiones eólicas con el objetivo
de generar dentro de nueve años el 35% de la electricidad con fuentes
renovables (hoy el 17%). Que ese cambio venga determinado por los intereses de
los mismos oligopolios energéticos de siempre, con el beneficio en el centro y
su tendencia hacia los grandes proyectos imperiales y centralizados, lanza un
nuevo desafío ciudadano con miras a una “socialización”-no confundir con mera
“estatalización”- del sistema energético, con creación de nuevas fórmulas e
instituciones de gestión y control.
No hay economía ecológica sin justicia social. El
cambio energético es para vivir de otra manera. De una manera más simple, más
tranquila y menos frenética. Como dice Tim Jackson, “la prosperidad tiene que
ver con la calidad de nuestras vidas y relaciones, con la solidez de nuestras
comunidades, y con un sentido de propósito individual y colectivo. La
prosperidad tiene que ver con la esperanza. Esperanza para el futuro, esperanza
para nuestros hijos, esperanza para nosotros mismos”.
Alemania, como todos, está convocada a la tarea de esa
reunificación superior que saque a la humanidad de la prehistoria. Puede
aportar mucho. Aunque al día de hoy no haya más remedio que enfrentarse a su
gobierno que lidera el programa de la Gran Desigualdad, en Europa no podemos
pasarnos sin Alemania, ni despreciar a esta nación para los complicados retos
del siglo que nos esperan.
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